MISA CRISMAL
HOMILÍA DE MONS. PEDRO VÁZQUEZ VILLALOBOS, ARZOBISPO DE ANTEQUERA OAXACA
15 DE ABRIL DEL 2025
Hermanos y hermanas en Cristo Jesús, la presencia de todos ustedes en esta solemne Eucaristía es hermosa, porque es manifestación de nuestra Iglesia arquidiocesana.
Permítanme dirigir un saludo especial y lleno de cariño a nuestro Obispo Auxiliar, Luis Alfonso, a nuestros sacerdotes de esta arquidiócesis de Antequera, Oaxaca, porque han venido para que seamos testigos de la renovación de sus promesas que hicieron a Dios el día de su ordenación y para que, junto a ellos, yo bendiga los aceites que serán usados para la unción de los enfermos y de los catecúmenos y consagrar el Crisma con el cual todo el pueblo de Dios es consagrado.
Queridos sacerdotes, hijos míos, me da gusto verlos aquí hoy. Recordemos que esta Misa Crismal es única entre todas las misas, porque manifiesta la comunión íntima de los sacerdotes con su Obispo y es esta comunión sacerdotal la que debemos considerar más querida, porque es la primera y más eficaz forma de caridad pastoral, no es un simple medio para una mayor eficacia de nuestro ministerio, sino el vínculo de perfección que recompone nuestra vida y nuestra acción en unidad.
La caridad pastoral brota del sacrificio eucarístico y exige que todos los sacerdotes, «si no quieren correr en vano, trabajen siempre en el vínculo de la comunión con los obispos y los demás hermanos en el sacerdocio» (Presbyterorum ordinis, 14).
Sin embargo, nos equivocaríamos si durante esta Misa centráramos nuestra atención únicamente en el sacerdocio ministerial. De hecho, en la Misa crismal, los óleos santos están en el centro de la acción litúrgica. Según la norma, son bendecidos y consagrados por el Obispo en la Catedral para todo el año. Así, expresan también la unidad de la Iglesia, garantizada por el Episcopado y remiten a Cristo, el verdadero «pastor y guardián de nuestras almas», como lo llama en su carta el apóstol San Pedro (cf. 1 P 2,25).
Estos tres aceites expresan tres dimensiones o condiciones de la existencia cristiana. La unción con el óleo de los catecúmenos, que es la primera unción que dispone a recibir el Bautismo, significa que el hombre no sólo busca a Dios, sino que Dios mismo se ha puesto en camino para buscar al hombre y camina a su lado para sostenerlo a salir del abismo del pecado, dándole la fuerza para luchar contra el tentador.
Luego, está el óleo de la Unción de los Enfermos, que es expresión sacramental visible de la misión de la Iglesia de realizar la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento mediante el amor solidario hacia las personas afligidas en el cuerpo y en el alma.
En virtud de la fe y del amor, la Iglesia y especialmente los sacerdotes, están llamados a estar al lado de los que sufren enfermedad, atendiéndolos con prontitud y con la unción sacramental darles testimonio del amor y de la bondad de Dios.
En tercer lugar, tenemos el más noble de los óleos de la Iglesia, el santo crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que nos enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento como la unción del rey David.
En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en el bautismo y en la confirmación, para ungir las manos de los sacerdotes, como las manos de ustedes que han sido ungidas con este oleo santo, y para la unción de la cabeza de los Obispos, y sirve además para la dedicación y consagración de templos y altares.
Ser ungido con el Santo Crisma es lo mismo que ser otro Cristo, para significar que se es propiedad del Señor.
Ahora, centrémonos en nosotros, los sacerdotes: la Misa Crismal nos habla de Cristo Jesús, que Dios ha ungido con su Espíritu, y que nos hace partícipes de Su sacerdocio, de Su “unción”, en nuestra ordenación sacerdotal.
En efecto, en el corazón de las lecturas de esta celebración resuena fuerte una frase: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido». Es una frase del profeta Isaías, que vivió en Jerusalén inmediatamente después del exilio, en una ciudad que tenía su templo en ruinas y cuya reconstrucción tardaba en reiniciarse. Esta misma Palabra resonó en los labios de Jesús en la sinagoga de Nazaret, al inicio de la proclamación del Evangelio. En esta celebración, a través de los labios del diácono, esta Palabra de Dios, siempre viva, resuena en nuestro hoy, para nosotros.
El profeta encuentra fuerza en el recuerdo de su consagración sacerdotal. El aceite de la unción lo marcó en cuerpo y alma, haciéndole experimentar físicamente su pertenencia a Dios.
Es este ser «todo para el Señor» lo que da fuerza a su esperanza, de esta pertenencia saca la fuerza para su anuncio. Su poema muestra claramente que el contenido de su predicación tiene sus raíces y encuentra fuerza en su identidad de consagrado a Dios.
Lo dice uniendo dos acciones que el único Espíritu realizó en Él: «me ungió», «me envió».
Toda la atención se centra entonces en la misión del profeta, que debía dar consuelo y apoyo a un pueblo que debía reconstruir su templo y su ciudad, pero sobre todo debía reconstruir la esperanza en el corazón de sus habitantes.
Es una tarea que, como sacerdotes ungidos por el Espíritu del Señor, nos toca a nosotros aquí en Oaxaca, construir y reconstruir templos, ayudar a mejorar las poblaciones de nuestras parroquias y, sobre todo, ante tantas tragedias y dramas que viven nuestros fieles, tenemos que ser profetas que dan esperanza como nos lo pide el Papa Francisco en este año Jubilar 2025, porque la esperanza en Dios es la única esperanza que no defrauda.
Así como el profeta experimentó que su consagración sacerdotal lo había cambiado profundamente, había hecho radical y profunda su pertenencia a Dios, lo había confirmado en la certeza de gozar del amor preferencial del Señor, así también el pueblo pudo experimentar todo esto, gracias a su anuncio.
En último término, este profeta se siente llamado a anunciar al pueblo esa misericordia y ese amor de predilección que experimentó en su ordenación y del que conserva un recuerdo imborrable y agradecido.
Queridos hermanos en el sacerdocio, este profeta lejano en el tiempo es actual y nos muestra hoy un camino.
Recordemos con alegría y agradecidos a Dios, no sólo hoy, sino siempre, el día de nuestra ordenación sacerdotal, lo recuerdo yo hace 46 años, el día de nuestra unción por el Espíritu del Señor, porque de este memorial sacamos fuerzas para renovar nuestra pertenencia a Dios por el bien de su pueblo, para fortalecer nuestra fe en Dios Padre que es rico en misericordia.
Mis queridos sacerdotes quisiera hacer hincapié y hacer notar que esta palabra del profeta Isaías resonó también con pasión profética en los labios del Señor Jesús en la sinagoga de Nazaret. La citación es literal, las palabras suenan idénticas, pero la voz de Jesús se detiene antes de leer: “me ha enviado a proclamar el día de la venganza de nuestro Dios”.
No se trata de una omisión irrelevante. Escúchenlo bien: no se trata de una omisión irrelevante, es importante notarlo. El mensaje del cual somos portadores es el de un Dios «rico en misericordia y grande en el amor». El pueblo de Israel necesitó oír hablar de un Dios «que odia a mis enemigos y se venga de mis perseguidores» para comprender la intensidad del amor preferencial de Dios por ellos, pero la diferencia con el Evangelio se muestra con ese cumplimiento de la revelación divina que Jesús vino a traer y que hace sus palabras más plenas que cualquier revelación anterior o posterior, reside enteramente en borrar la palabra «enemigo» del vocabulario y del corazón de todo hijo de Dios. Como Jesús somos ungidos, consagrados y enviados a anunciar misericordia y no condenación, somos constituidos en el sacerdocio para consolar y sanar más que para juzgar y excluir.
En este momento quisiera puntualizar algunos aspectos de la vida arquidiocesana que necesitan prioritariamente de nuestra atención y de nuestro propio examen de consciencia como sacerdotes ungidos del Espíritu del Señor.
Ante todo, siendo conscientes de la falta de sacerdotes y vocaciones sacerdotales, tenemos que atender y anunciar la buena nueva a los adolescentes y jóvenes, para que ellos sean atraídos por el Señor Jesús y se conviertan en buenos discípulos. Por eso les exhorto a cada uno de ustedes a crear un terreno fértil para el seguimiento de Cristo en el entero territorio de la comunidad arquidiocesana.
Como en el seno purísimo de la Santísima Virgen María, así también en el seno materno de nuestras comunidades parroquiales, por el fuego del Espíritu Santo, recibido y custodiado en un incansable trabajo de pastoral vocacional y en una auténtica vida de fe, hará posible el clima vocacional necesario para que las semillas puestas por el Señor en el corazón de tantos adolescentes y jóvenes puedan florecer y dar fruto abundante.
Sobre todo, hermanos en este día especial de renovación de sus promesas sacerdotales a Dios les recuerdo que «la vida misma de ustedes, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor Jesús y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización de los fieles bajo su cuidado, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional» (Cf. Pastores Davo Vobis, 41).
Promovamos las vocaciones a la vida sacerdotal, a la vida religiosa, a la vida matrimonial a todas las vocaciones. Sintamos la necesidad de vocaciones, en lo personal.
Quiero también decirles sobre el Plan Diocesano de Pastoral, quisiera agradecerles el entusiasmo y el compromiso que han demostrado junto con sus agentes de pastoral en realizar las primeras fichas que lo irán poco a poco configurando.
Todos los trabajos que irán señalando las fichas son parte del proceso que nos ayudará a discernir los horizontes y direcciones que orientarán toda la acción pastoral en la arquidiócesis, en fidelidad al seguimiento del Señor Jesús en el momento actual de nuestra historia oaxaqueña, con sus necesidades y desafíos, y sin miedo a identificar dónde tenemos que trabajar más, haciendo valientemente los cambios necesarios en nuestras estructuras y formas de trabajar; e involucrando plenamente en todas las fases de la elaboración y ejecución a nuestros fieles laicos.
Los animo a continuar con más ahínco y más espíritu de comunión y fraternidad sacerdotal para que logremos un Plan Diocesano de Pastoral que sea de todos y no de unos cuantos, y podamos servir mejor a nuestra amada arquidiócesis con una acción pastoral renovada y vigorosa.
También, quisiera recordarles como algo prioritario en nuestro ser ungidos por el Espíritu del Señor, la enseñanza del Papa Francisco sobre nuestro ministerio sacerdotal que es «el gusto espiritual de ser pueblo» (Cf. Evangelii Gaudium, 268-274).
Es importante no relacionar esta enseñanza del Papa a ninguna ideología, sino acogerla como una enseñanza espiritual que brota del Evangelio. El Papa Francisco dice que para que este gusto espiritual de ser parte del pueblo no se apague en nuestro ser sacerdotal se necesita tener pasión por el Señor Jesús y por su pueblo y esto nos obliga a acercarnos y a comprender a los demás, a aprender a tocar las llagas de la miseria humana.
Los sacerdotes no son espectadores de la comunidad, de algo que les pasa a los demás, pero no a ellos. Los sacerdotes son los primeros en ser conscientes que todos vamos en la misma barca, los sacerdotes son hijos del mismo pueblo, respiran el mismo aire, no viven fuera de sus parroquias, permanecen ahí siempre para estar disponibles a servir y solo se alejan de su territorio parroquial en cumplimiento de otros deberes eclesiales.
Cuando el sacerdote empieza a perder el gusto de ser pueblo, empieza a condenar, a subrayar los defectos y los males de su pueblo y a ausentarse; se ciega para ver la belleza del corazón humano que se encuentra en el pueblo puesto bajo su cuidado pastoral.
Cuánto quisiera que ustedes enseñaran este gusto espiritual de ser pueblo a sus colaboradores más cercanos en la parroquia, pienso en las secretarias o secretarios, es mi deseo que las oficinas parroquiales y también las oficinas de Curia arquidiocesana no sean aduanas pastorales que impidan acercarse a Dios Padre misericordioso.
En nombre de Dios, no se puede maltratar o rechazar a los del pueblo que acuden a las oficinas parroquiales y, en muchas ocasiones, no cumplen los requisitos para los sacramentos divinos o los servicios parroquiales que solicitan, tengan misericordia, tengamos misericordia.
La Santidad de Dios no se defiende con regaños o malos tratos, la Santidad de Dios se defiende con la santidad de nuestro trato y de toda nuestra vida, que encamina así a la santidad al pueblo bajo nuestro cuidado pastoral.
Muy queridos sacerdotes, hijos míos, recuerden que nunca están solos en su trabajo, sino sostenidos por la gracia todopoderosa de Dios que ha sido puesta en su pobreza humana el día en que fueron ungidos con el santo crisma como sacerdotes y, creyendo en el Señor Jesús, que los llamó a participar de su sacerdocio, entréguense con toda confianza y con generosidad a su ministerio sacerdotal.
Monseñor Luis Alfonso y yo les aseguramos nuestra oración, encomendándolos a la protección cariñosa y materna de Nuestra Señora de la Soledad al pie de la cruz, reina y patrona de nuestro Oaxaca.
Así sea.