HOMILÍA DE MONSEÑOR PEDRO VÁZQUEZ VILLALOBOS, ARZOBISPO DE ANTEQUERA OAXACA
Demos gracias a Dios que nos permite estar aquí, en este mediodía y le doy gracias a cada uno de ustedes, porque han tenido la voluntad de venir a la Santa Misa, porque tienen muy clara en su mente y en su corazón que, el día domingo, día del Señor, debemos de dedicarle un momento a Él, celebrando la Santa Misa, celebrando la Eucaristía. Gracias por estar aquí presentes en esta Iglesia Catedral.
Hoy es el día mundial de los enfermos. Hoy es la Fiesta de Nuestra Señor de Lourdes, pero desde hace ya un buen tiempo, el 11 de febrero es día mundial de los enfermos.
Hemos padecido, hace unos años, una enfermedad que se llevó a muchos de nuestros hermanos. Miles de hermanos nuestros murieron a causa de la pandemia. Estuvimos encerrados, no salíamos y qué difícil es estar encerrado, sin salir.
Hoy, la Palabra de Dios nos presenta esa enfermedad de la lepra, en la que los leprosos tenían que vivir fuera de la ciudad, lejos para no contagiar a nadie y nosotros vivimos hace un tiempo el covid y nos decían que nos cuidáramos para no contagiarnos y para no contagiar y qué difícil es vivir así, pensar que alguien me va a contagiar o que yo voy a contagiar a alguien. El que me contagie a mí no quiere contagiarme y yo tampoco quiero contagiar a otro. Ese fue el ambiente donde nosotros nos movimos, pero me acaban de decir que de nuevo está el covid y a mí me dijeron: póngase cubrebocas y estoy sin cubrebocas, pero sí me dijeron, sí me dijeron y me dijo una persona que trabaja en el hospital de especialidades, el jueves pasado me dijo: Monseñor, tenemos en el de especialidades cinco entubados por covid, cinco entubados, por covid, cuídese, póngase cubrebocas… no tengo cubrebocas en mi casa, pero voy a ir a comprar. Usted también cuídese, cuídese, cuidémonos todos, porque de nuevo está esto ahí, presente. No quisiéramos, es muy incómodo andar así, es muy incómodo, nos angustia, algo nos hace falta, respirar, no traer esa tapadera, pero tenemos que cuidarnos, tenemos que cuidarnos.
Pues Nuestro Señor tocó a un leproso. El leproso se atrevió, se atrevió a acercarse a Nuestro Señor, se atrevió a acercarse a Él, se postró de rodillas y le pidió: si quieres, si Tú quieres, puedes curarme… si Tú quieres… ¿Cuántas veces se ha acercado usted a Nuestro Señor y le ha dicho “si Tú quieres, puedes sanarme”… sígale diciendo a Nuestro Señor y, en algún momento le va a decir lo que le dijo a aquel leproso: Sí quiero, queda limpio y quedó limpio, sanó, sanó.
Que también a nosotros el Señor nos sane, no se nos está cayendo la carne, no tenemos esa enfermedad de la lepra, pero tenemos otras enfermedades, tenemos otras enfermedades y hay unas enfermedades que no duelen, pero cómo hacen daño, mucho daño.
Ser envidiosos, es una lepra, daña, acaba, vivimos molestos porque a nuestro familiar le va bien en su trabajo, en su negocio y dejamos que la envidia se meta y nos esté carcomiendo ahí, por dentro, y en lugar de decirle a Dios: gracias porque bendices a mi familiar, nos dejamos confundir con el espíritu del mal y le decimos “ojalá le vaya mal en la vida, ya no venda tanto, que se venga abajo, me da mucho coraje que esté progresando”… ahí hay una lepra. Dile a Nuestro Señor que te quite esa lepra, dile, que te quite la envidia que te está acabando. Vives envidiando y le dices a Dios en otro momento: “Señor, bendícenos” y cómo te atreves a decirle a Nuestro Señor “bendícenos” si estás envidiando al prójimo, a tu familiar, a tu vecino, a quien sea, lo estás envidiando, aquí hay molestia en tu interior, coraje y cruzas tus bracitos, ocultas tus manitas y le dices a Dios: bendícenos, bendícenos como familia y cuando piensas en estas otras personas que Dios las está bendiciendo sale el coraje. Cómo puede bendecirte Dios a ti si estás molesto por el que tiene una tiendita.
Hay cosas en nuestro interior a las que Dios tiene que sanarnos, pero dile, dile que te sane, toma conciencia de lo que te está causando daño y dile a Dios que te sane. Si tú quieres, puedes sanarme, le dijo el leproso a Nuestro Señor… “quiero, sana”. Pues usted dígala a Nuestro Señor lo que cree que está haciéndole mucho daño en su interior para esa vivencia de paz, de paz con usted mismo, de paz con los demás, de paz con Dios.
Hay odios, a veces, hay odios en nuestro corazón. Odiando, ¿usted va a tener paz? ¿va a tener gozo? ¿va a ser feliz? ¿odiando? “Me la hiciste, me la pagas” ¿dónde queda el amor? ¿dónde queda el perdón? ¿dónde queda la misericordia?
Yo quiero que Dios me ame, yo quiero que Dios me perdone, yo quiero que Dios tenga misericordia de mí… ¿y qué nos dice Nuestro Señor? “Ama a tus semejantes, hazles el bien, perdona y serás perdonado, sé misericordioso como Tu Padre es misericordioso”.
Digámosle a Nuestro Señor: Señor, siento que está dentro de mí la lepra del odio, de los deseos de venganza, de los celos, de las negaciones de amor, siento que eso está dentro de mí, límpiame, purifícame, libérame, libérame.
Hoy, es un día para que nosotros podamos encontrarnos con El que tiene el poder de sanar, que es Nuestro Señor. Aquel leproso se acercó confiando y con fe. Usted acérquese a Nuestro Señor con esa misma fe, acérquese y si hoy es día de los enfermos, no se le olvide también lo que dice Nuestro Señor: ven, bendito de Mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste, estuve enfermo y me visitaste. Cuánta necesidad tienen nuestros enfermitos de que vayamos con ellos, un ratito, un instante, vengo a ver cómo está, si ha ido mejorando, cómo se siente hoy. A veces nos cuesta hasta eso, ir a preguntar al enfermito cómo se siente, y queremos llegar al cielo y Nuestro Señor dice que el cielo lo vamos a ganar visitando a los enfermitos: “es que a mí no me gusta visitar a los enfermitos, me pongo muy triste, me deprimo”… pero el enfermito no se va a deprimir, el enfermito se va a animar, se va a alegrar, no le niegue esos momentos de alegría, de gozo, está sufriendo el enfermito, usted no está sufriendo, él es el que está sufriendo, ya está pensando usted que se va a deprimir usted. No, va a ver el rostro del enfermito tan feliz porque vino a verlo: “gracias porque viniste a visitarme, gracias porque te acordaste de mí, gracias” y lo va a ver feliz, rostro feliz. ¿A poco usted va a salir deprimido? Va a salir feliz. Alegré a este enfermito, alegré a este ancianito que está solo y que lo han abandonado hasta sus hijos, fui a verlo, compartí un momento, me gané el cielo con ese momento, con ese instante, me gané que me diga Dios al final de mi vida: ven, bendito de Mi Padre, estuve enfermo, estuve solito, ancianito y fuiste a verme.
Ande, animémonos, animémonos.
Vayamos, vayamos a llevar una alegría a nuestros hermanos y vayamos a hacer lo que dice Nuestro Señor, compartir el sufrimiento. Vaya, vaya al enfermito y toque el cuerpo sufriente de Nuestro Señor, tóquelo, no piense que se va a contagiar, tóquelo. Nuestro Señor tocó al leproso, ¿por qué usted no se anima a tocar? ¿qué le impide llegar al enfermito, su familiar, su vecino, su amigo y tocarlo? Tóquelo, porque ahí está Nuestro Señor, tocando a través de usted y usted está tocando el cuerpo sufriente de Nuestro Señor.
Nos hace falta, nos hace falta tener otra clase de sentimientos. Hoy, en la oración, decíamos que el Señor nos diera un corazón lleno de amor, lleno de ternura. Vivimos solos y, a veces, no nos importa la vida de los demás y, entonces, cómo decimos que somos todos hijos de Dios, que somos comunidad, que somos hermanos, si cada quien vive su vida y le interesa muy poco cómo viven los demás. Vivimos ignorando a las personas y hay muchos que sufren porque sienten que son ignorados, que no son valorados. Tú no ignores, tú contempla, tú mira, tú habla, tú encuéntrate con los demás, no los ignores. Hay mucho qué hacer.
Ya para terminar este momento, sé que aquí están unos jóvenes que hace unos momentos les decía: están en una etapa de discernimiento y los está acompañando el diácono que está aquí, en la misa, que es al que yo he nombrado para que se encargue de las vocaciones al seminario, y estos jovencitos, que son más de veinte jovencitos, aquí están, y han sentido que Dios les llama a la vida sacerdotal. Jovencitos, es Dios quien les llama, es Dios. Es Nuestro Señor Jesucristo, que puso su mirada en ustedes, algo vio en ustedes, algo vio en su corazón. Miró un día Nuestro Señor a Pedro y a Andrés y los llamó, a Juan y Santiago y los llamó, a Mateo, lo llamó, a Bartolomé, lo llamó, a Judas Tadeo, lo llamó y también a Judas Iscariote. Llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a sus apóstoles. Dios, que miró a todos ellos y los llamó, es el mismo que mira hoy y te mira a ti, a ti que estás en un discernimiento, que estás preguntándote si Dios te llama al sacerdocio. Habrá otras voces ahí, que se crucen en tu mente y en tu corazón, pero siempre estará la voz de Dios.
Dile, dile al que curó al leproso: qué quieres de mí, aquí estoy, Señor, envíame. No tengas miedo, no tengas miedo, vale la pena dejarlo todo para seguir al Señor, vale la pena.
Que cuesta dejar a nuestros padres y familiares, nuestra tierra, cuesta, pero por Nuestro Señor vale la pena, porque Él vale mucho más que nuestros padres y nuestros hermanos y nuestra tierra y nos va a dar más hermanos, más papás y más mamás, porque lo dejamos todo por Él.
Escucha la voz de Dios, respóndele generosamente y disfruta tu respuesta. Gracias por estar acudiendo mes con mes a reunirse y a discernir. Dios les ilumine, Dios les acompañe en todo este momento que están viviendo y que en nuestra Arquidiócesis haya abundante respuesta de jóvenes para que pronto tengamos abundancia de sacerdotes.
Que María, la Madre de Jesús, la que fue acompañándolo, nos acompañe a todos nosotros en nuestro caminar, que nos dé fortaleza, alcanzando gracia en nuestro favor y que nos haga entender que vale la pena seguir a Su Hijo Jesucristo.
Amén.