SOLEMNIDAD DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

10 DE ENERO DEL 2021. Muchas gracias por estar aquí, en este lugar tan sagrado para nosotros, de nuestra Iglesia Catedral. Hoy es día del Señor y usted ha podido venir aquí. Muchos de nuestros hermanos nos acompañan desde su casa, están ahí, conectados en los medios, para participar con nosotros de la escucha de la Palabra y de la fracción del pan y estamos envueltos en preocupaciones, en angustias, en dolor y en tristezas, porque seguimos padeciendo de la pandemia y como que no le vemos fin a esto.

Leía el día de ayer por la noche la información de que en nuestro Oaxaca, en el estado, más de 300 gentes contagiadas de nuevo, en 24 horas… más de 300 gentes. Nunca había leído eso. Anoche lo leí y me preocupó, me preocupó porque, pues porque estamos todos expuestos, y le dije a Dios: Señor, cuídanos, protégenos, que no seamos uno más de la suma, que podamos sentirnos sanos, libres de este contagio y, a los que han sido contagiados, concédeles la salud, que pronto vuelvan a sus actividades, y que las familias de nuestros hermanos estén fortalecidos y cuidándose.

Pero también recibo esas noticias a través de esas peticiones, de familias completas contagiadas, familias completas… el papá, los hijos, todos contagiados. Qué duro ha de ser esto, qué difícil.

En esta situación vivimos y hoy hemos venido aquí para celebrar la fiesta del Bautismo del Señor. Esto nos tiene que alegrar porque nosotros que nos sentimos tan  débiles y tan frágiles, llenos de temor, llenos de miedo por toda la situación que vivimos, somos personas de FE, y debemos de ser FUERTES en nuestra FE. Y tenemos que decirle a Nuestro Señor que nos haga fuertes en la FE, porque esta humanidad es débil, pero nuestra FE tiene que ser muy fuerte. En este presbiterio tenemos algunos signos que nos hablan del Bautismo como Sacramento, el que nosotros recibimos. Nuestro Señor recibió el Bautismo de Juan, que no es el Bautismo que tú y yo hemos recibido. Nosotros recibimos el Bautismo que Cristo instituyó después de resucitar, cuando le dijo a sus apóstoles: “vayan por el mundo, anuncien el Evangelio y bauticen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

El bautismo de Juan era un Bautismo de conversión, Juan invitaba a sus oyentes a que se convirtieran, a que dispusieran su interior para recibir al Mesías esperado, ese que dice Juan El Bautista: “no soy digno ni de desatarle las correas de sus sandalias, más poderoso que yo”… Pues están estos signos de nuestro Bautismo, la fuente bautismal y los óleos de los catecúmenos y el Santo Crisma, que son utilizados en el Sacramento. El óleo de catecúmenos, el sacerdote, antes de que recibamos las aguas bautismales, nos unge en nuestro pecho y le pide a Dios que nos dé mucha fortaleza, que nos dé fuerza para responder a lo que vamos a recibir, al bautismo que vamos a recibir, y después de recibir las aguas bautismales, lo primero que hace el sacerdote es ungir, con el Santo Crisma, nuestra cabeza, porque ya somos parte de ese cuerpo místico de Cristo y somos todos nosotros, los bautizados, sacerdotes, profetas y reyes, porque eso es Jesucristo, Sacerdote, Profeta y Rey y tú eres parte del cuerpo místico de Cristo, por lo tanto eres sacerdote, eres profeta y eres rey y por eso eres ungido en tu cabeza con el Santo Crisma.

El agua es la que nos purifica y cuando se derrama esa agua se pronuncia nuestro nombre, y así nos va a llamar Dios a lo largo de nuestra historia, con el nombre que eligió nuestro papá y nuestra mamá, con ese nombre nos va a llamar Dios en nuestra historia, porque Dios llama de forma personal, de forma personal… llamó a  Abraham: “Abraham, Abraham… sal de tu tierra”. Llamó a Moisés, llamó a Pedro, a Santiago, a Juan, a Mateo… por su nombre, los fue llamando, los fue llamando para que estuvieran con Él.

Pues a ti te llamó Dios, a las aguas bautismales y te llamó por tu nombre, por eso el sacerdote pronuncia primero tu nombre y luego te dice lo que el Señor pidió que dijeran cuando eran bautizados: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén” Fuimos bautizados en el nombre de Dios que es uno y trino, uno y trino y ese día de nuestro santo bautismo este cuerpo nuestro se convirtió en un templo vivo del Espíritu Santo y comenzamos a ser hijos adoptivos de DIOS.

Hoy, hemos escuchado el texto del Evangelio donde también se nos dice que se abrieron los cielos después de que el Señor salió de esa agua del Jordán, cuando fue bautizado por Juan, se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo Amado, en quien tengo mis complacencias”.

Fíjense que esto lo podemos aplicar, también, a nuestra vida personal. Al salir de esas aguas bautismales, también Dios nos ha dicho a todos nosotros: “eres mi hijo amado, eres mi Hijo amado”.

Siéntase un hijo amado de Dios. Lo que dijo del Señor Jesús lo ha dicho de ti el día que te bautizaron: “mi hijo amado”, pero ahora nos dice a todos nosotros que también quiere tener esa complacencia, así como se complace en todo lo que el Señor hizo, también se quiere complacer en lo que nosotros hacemos y, por eso, es necesario que tú y yo vivamos nuestro Bautismo todos los días y todos los momentos.

En el bautismo comenzamos a ser santos, y hoy quiero preguntarte ¿sientes que has vivido esa santidad? ¿hoy, en este día, sientes que hay esa Gracia y esa Santidad en tus acciones?, ¿se complace Dios de lo que haces? ¿de lo que haces tú, se complace Dios? ¿se complacen las gentes que te rodean por la forma como tú eres, como tú piensas, como tú actúas, como tú sientes, se complacen?

En una palabra, ¿hacemos felices a los demás? porque solamente haciendo felices a los demás, podemos decir que estamos complaciendo, entristeciendo, causando molestia, sufrimiento, desilusión… ¿cómo se pueden complacer las personas con nosotros?… no se complacen, no son felices y, por tanto, no estamos viviendo nuestro bautismo, no estamos viviendo nuestra santidad de vida, no estamos viviendo esa purificación que Dios hizo en nosotros el día de nuestro bautismo.

Estamos siendo esclavos, tal vez, de nuestros vicios, de nuestras inclinaciones malas, de nuestras miserias y de nuestros pecados y no luchamos por salir adelante.

Nos hemos acostumbrado a una vida de pecado, a una vida de maldad, a una vida de desorden y decimos: “un día Dios me marcó con el signo de cristiano. Yo soy hijo de Dios”… ¿y le estoy diciendo a Dios que soy su hijo en el desorden? Y es triste, es triste pero es una verdad… tanto desorden que hay en nuestro mundo y ese desorden es realizado por hijos de Dios, por hijos de Dios. ¿Podrá decir Dios: eres mi hijo amado? Sí, lo sigue diciendo, porque Dios no se arrepiente de amarnos, no nos deja de amar, pero nosotros le estamos negando a Dios nuestro amor. No estamos correspondiendo al Amor Divino, en la vida de desorden no se corresponde al amor divino. En la vida de desorden, Dios no se complace de lo que estamos haciendo, pero NO DEJA DE AMARNOS.

Si tú piensas en esto, ¡qué ingratos somos cuando seguimos hundidos en las miserias y en el desorden, sabiendo que Dios no deja de amarme y no correspondo a su amor!, ¡qué ingratos!

Qué importante es que vivamos nuestro bautismo, que tomemos conciencia de nuestra vida de santos, que respetemos lo que somos, somos templos vivos del Espíritu Santo, ¡no te causes daño, cuida este templo divino y cuida el templo divino que está frente a ti!, tu hermano, tu ser querido, tu compañero de trabajo, el servidor que está en esa oficina.

A veces nos insultamos, nos maltratamos, pero lo más triste es que nos despreciemos, eso es lo más triste, despreciar, despreciar porque no eres de mi color, porque no estás a la altura, porque tú eres alguien que no tiene anda, porque eres un ignorante,

Despreciar… despreciar a un hijo de Dios, despreciar a un hermano, despreciar a un templo vivo del espíritu santo… ¡despreciarlo!.

Ojalá y nunca nos enojáramos con nadie, nunca insultáramos a nadie y sobre todo, nunca despreciemos a nadie, porque entonces estaremos despreciando a Dios y, así, ¿cómo nos ganamos, cómo nos ganamos el cielo? ¿Cómo viviremos nuestro ser de hijos de Dios?

Que el Señor se alegre con nosotros, que el Señor nos mire con benevolencia y nos conceda paz y, que tú y yo, vivamos intensamente nuestro bautismo, nos comportemos como verdaderos hijos de Dios y amemos a nuestros semejantes porque estoy amando a Dios en la persona de ellos.

Hagamos el bien y, en este momento, miren, este signo de estar así aquí, en sana distancia y con cubrebocas, es un signo de amor a mi hermano. Yo lo seguiré diciendo, gracias por amarme y gracias por permitirme que yo te ame a ti y todo esto es una Obra Divina… una obra divina porque el amor viene de Dios y el amor es Dios.

Pues, esto es lo que quiero sembrar este día en su corazón porque es lo que quiere Dios que se siempre en sus corazones y en mi corazón.

Ojalá y sigamos viviendo como verdaderos hijos de Dios, encomendándonos también a Nuestra Madre, a nuestra Madre del cielo. Si lo queremos hacer en la advocación de Nuestra Señora de la Soledad, a la que seguimos viviendo sus 400 años de estar entre nosotros, como su año Jubilar.

Que ella nos ayude para ser los hijos de Dios y que siempre tengamos en nuestros oídos la frase que ella pronunció: “hagan lo que Él les diga”. Haciendo lo que nos dice Dios, creo que vamos a hacer grata la vida de todos nuestros hermanos.

Que así sea.

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