31 DE MAYO DEL 2020. Estamos en una de las grandes festividades en la Iglesia que es Pentecostés. La Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. El cumplimiento de la promesa que Nuestro Señor les hizo a ellos. Voy a enviarles al Espíritu Consolador, al Espíritu de la Verdad, al Paráclito, y el Señor cumple con esa promesa.

El autor de los Hechos de los Apóstoles, nos describe el acontecimiento que vivieron los Apóstoles junto con la Santísima Virgen María, en ese día de Pentecostés.

Estaban en oración, en un ambiente de oración, en un recogimiento interior y, Dios, manifiesta signos de su presencia. Ese viento fuerte, ese fuego, esas lenguas de fuego que se posan sobre cada uno de los Apóstoles. Ese fuego que va a arder en el corazón de ellos hasta el final de sus días.
Recordemos la expresión de los Discípulos de Emaús, después de que descubrieron que el que los fue acompañando en ese camino a Emaús era El Resucitado. La expresión que salió de sus labios fue: “con razón nuestro corazón ardía… nuestro corazón ardía”. El fuego que se posa sobre la cabeza de los Apóstoles es para hacer arder ese corazón.

El corazón es la sede del amor. En mi corazón está la voluntad, donde nosotros decidimos hacer o no hacer las cosas; amar o no amar; perdonar o no perdonar; vivir la virtud o vivir lleno de defectos… ahí, en ese corazón está el Espíritu Divino.

Dejémoslo que arda, que arda nuestro corazón por el Fuego del Espíritu.

Usted sabe que, el día de su santo Bautismo recibió al Espíritu Santo y, como un don y en plenitud, en su Sacramento de Confirmación, descendió sobre usted el Espíritu Divino. Se posó en usted para que ese corazón ardiera. Ahí, en ese día de su confirmación fue su Pentecostés y ese Espíritu Divino le regaló sus dones, no para que los tenga usted ahí como un tesoro, como un tesoro divino, como un regalo divino. No. Es para que usted ejercite, practique esos dones y cada día se santifique y su testimonio de Discípulo del Señor sea un testimonio creíble, de su ser de bautizado, de su ser de cristiano.

Los Apóstoles, dice el texto, estaban encerrados. Nos dice el texto del Evangelio. Por miedo, por miedo a los judíos y, qué pasó después de la Venida del Espíritu Santo… salieron, y ya no se encerraron jamás. En su historia muy personal los fueron encerrando, en la cárcel, por hablar de Jesucristo muerto y resucitado pero ellos nunca se encerraron. Ya no se escondieron. En todo momento y bajo toda circunstancia, hablaban de Jesucristo, el Único Salvador y hablaban de sus hechos y de sus dichos, en una palabra, transmitían el Evangelio. Lo que ellos habían visto y lo que ellos habían oído: “esto vimos, esto oímos”.

Esto le oímos al Señor y esto vimos que hizo el Señor y, por tanto, esto hay que guardarlo en el corazón y llevarlo a la vida. Llevarlo a la vida. Con la fuerza del Espíritu todo esto es posible.

En usted está el Espíritu Santo, por su bautismo, por su confirmación. Ahí está el Espíritu Santo. Déjelo actuar para que, así, su testimonio sea un testimonio creíble, de que usted es un discípulo del Señor.

El Resucitado fue a encontrarse con sus Apóstoles y les dijo: “la paz esté con ustedes”. Sopló sobre ellos, un viento fuerte, el día de Pentecostés. Un viento fuerte. Sopló sobre ellos. Después de ese viento fuerte recibieron al Espíritu Santo.

Después de soplar, Nuestro Señor dijo: “Reciban al Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados”. Ahí les dio ese poder, ahí está la institución del Sacramento de la Reconciliación, del Sacramento de la confesión, como lo hemos escuchado o como la aprendimos en la catequesis. Ahí está la institución.

Nuestro Señor no juega ni se divierte. Si el dijo: “a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados”, eso es verdad.

Y todo sacerdote tiene el poder de perdonar los pecados y lo recibe, lo recibe ese poder el día de su ordenación sacerdotal. El Obispo impone sus manos sobre la cabeza del elegido, pronuncia una oración y ese hombre es sacerdote y el Señor le da el poder de perdonar los pecados. Y ese poder lo tendrá para siempre, y ese poder de perdonar los pecados no depende de la santidad del sacerdote, depende del estado de usted, de su arrepentimiento, de su dolor, de su propósito de enmienda. El sacerdote le va a decir: “Dios te ha perdonado. Yo te absuelvo -dice- Yo te absuelvo, no dice “Cristo te absuelve de tus pecados”, no, “yo te absuelvo de tus pecados”, porque yo tengo un poder recibido directamente de Dios.

Es bueno recordar también hoy, que el otro poder que tiene el sacerdote es hacer presente a Cristo en la Eucaristía, convertir ese pan y ese vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor.

Esos son los dos poderes recibidos directamente de Dios, por la acción del Espíritu. Invocamos al Espíritu cuando imponemos nuestras manos sobre las ofrendas, efusión del Espíritu para que transforme ese pan y ese vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

El sacerdote, cuando impone sus manos para perdonar, implora la fuerza del Espíritu para dar ese perdón. Y yo quisiera que si usted puede, en diferentes momentos de su vida, relea la secuencia que hoy fue proclamada, después de la segunda lectura porque tenemos necesidad, en diferente momentos, de sentir la fuerza del Espíritu.

Tenemos necesidad de ser iluminados, para poder hacer discernimientos, para tomar decisiones fundamentales en la vida. Necesitamos la Luz del Espíritu. No tome las decisiones usted solo, invoque al Espíritu Santo, ese Fuego Divino que está en su corazón, invóquelo y dígale, sea humilde y dígale: “Ilumíname, Espíritu Divino, ilumíname” y pásese ahí minutos, horas tal vez, diciéndole: “Ilumíname, ilumíname Espíritu Divino”.

Habrá momentos en que tenga que decirle al Espíritu Divino: fortaléceme, me siento sin ganas de vivir, me siento desilusionado de la vida, me siento sin fuerzas, no veo la orilla… fortaléceme. Espíritu Divino, hazme fuerte, me siento sin fuerzas, me siento derrotado y yo no debo ser un derrotado. Yo tengo que salir victorioso y salir adelante. Dame esa fuerza que yo no tengo, Espíritu Divino. Habrá momentos de dolor y esta fragilidad humana sufre, sufre físicamente, moralmente, espiritualmente. Invoquemos al Espíritu, busquemos esa fuerza divina, está en nosotros, sí, pero es necesario que tomemos conciencia y, como les dije hace un momentito, seamos humildes. Solitos no podemos.

Yo no puedo solo. Necesito de la fuerza de Dios y esa fuerza de Dios se llama Espíritu Santo. Invóquelo, en este momento de tanta preocupación, de tanto miedo, de tanto temor, de tantas lágrimas… todo esto que está pasando, en el Espíritu Divino, en el Espíritu Divino, deje que el Espíritu lo envuelva, lo inunde y podrá ver esta situación con ojos de fe, con mirada llena de esperanza, con mirada distinta.

Y usted va a luchar y va a salir adelante, no con sus solas fuerzas, grábeselo muy bien, con la Fuerza Divina y con su voluntad va a salir adelante.

Démosle gracias a Dios porque nos regaló su Espíritu, porque está en nosotros, porque somos esos Templos Vivos del Espíritu Santo y, si usted es un Templo Vivo del Espíritu Santo, no profane ningún otro templo. Mi hermano, mi prójimo es Templo Vivo del Espíritu Santo, respete este templo divino.

No insulte, no desprecie, no humille a ese templo divino. Valore a toda persona, usted no sea de esos que dicen: “no es de mi clase” ¿Usted de qué clase es? ¿usted no es hijo de Dios? ¿Y el que está ahí, que dice usted que no es de su clase, no es hijo de Dios?

Él es hijo de Dios y usted también, y en los hijos de Dios no hay clases. Sólo hay hijos de Dios que son amados y que son bendecidos.

Valorémonos, cuidémonos y no despreciemos a nadie, porque mi hermano es un templo de Dios que debo respetar y, en él habita el Espíritu Santo. En mí habita el Espíritu Santo. En todos habita el Espíritu Santo.

Tratémonos así, como hermanos y como templos vivos de Dios.
Que así sea.

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