Las elecciones presidenciales y legislativas del primero de julio, en las que también se renovaron ocho gubernaturas y la jefatura de Gobierno de Ciudad de México, decíamos en la colaboración anterior, tuvieron un impacto descomunal y desarticularon el sistema de partidos. Hay que refundar ese sistema, rehacerlo desde la raíz, mirando al futuro.

El desafío es para las tres formaciones históricas de México: PRI, PAN y PRD, organizaciones que orientaron por décadas el sentido del voto de los mexicanos, centro, derecha e izquierda; uno desde 1929 como PNR, otro desde 1939 y otro como PCM, ya con registro legal desde 1977.

A los tres partidos los conmocionó el voto de una ciudadanía crítica de las formas establecidas, demandante de un mensaje directo y llano, y los resultados están a la vista, desfavorables en grado distinto para todos ellos. Cada quien tomará las medidas pertinentes en su momento, desde los clamores de sus propias bases y cuadros, pero eso no impide hacer un corte de caja desde la reflexión y el análisis político.

Quiero centrarme en el PRI, partido que desaprovechó el enorme activo que significó haber logrado construir en los dos primeros años de un gobierno con visión de futuro y capacidad de operación política, los consensos necesarios para que, desde el Pacto por México, se impulsaran reformas de fondo después de años, y aún décadas, de parálisis legislativa y gobiernos divididos.

Gobiernos y legislaturas pasaron desde 1997, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en el Congreso, sin que pudieran aprobarse reformas que exigían mayorías calificadas y no anulación de unas fuerzas por otras. Ese punto muerto, en donde todos los actores políticos perdían pero sobre todo perdían los mexicanos, lo pudo romper este gobierno en funciones, con el concurso corresponsable de las principales fuerzas políticas.

Ese activo de un gobierno abierto y volcado a la modernidad, que auspició 14 reformas estructurales y muchas enmiendas más a leyes secundarias, no se continuó y mucho menos se capitalizó en la jornada que renovó los poderes federales y más de un cuarto del total de estatales, ejecutivos y congresos.

Son reformas de fondo, con beneficios inmediatos en algunos casos y con frutos más importantes en el mediano y largo plazo, cuya dimensión histórica no se aquilató y sobre todo no se cristalizó en términos electorales. Por supuesto que las reformas tienen un valor intrínseco, pero la comunicación y la operación adecuadas pudieron darles también una expresión política, que no desnaturalizara su carácter de interés público.

En lugar de eso, hubo una carencia evidente de estrategia para posicionar el mensaje de apuesta por la modernidad, desde la fortaleza de los orígenes, una conjugación de visiones que le diera certidumbre y fuerza a la oferta ideológica del partido histórico de México: cómo construir el futuro desde las mejores ideas que han alimentado las iniciativas que han decantado en leyes, en instituciones y por supuesto en realidades concretas.

Un diagnóstico crudo de lo ocurrido en esta jornada electoral no puede pasar por alto que, además de esas graves omisiones, la militancia estuvo por encima de la dirigencia y la conducción de la campaña. Había mucho por hacer, con innumerables cuadros experimentados, pero prevalecieron las actitudes grupales y excluyentes, verticales y unilaterales.

No se puede ganar una elección si no se escuchan y se procesan las voces de esa diversidad ideológica que es un partido que nació en 1929, como PNR, para conciliar las diferencias regionales y grupales desde un espíritu de unidad en lo fundamental y esa fue su fortaleza por décadas.

Escuchar y procesar esas voces de todo el entramado social, cultural y territorial que es el PRI profundo es la fórmula ahora para recomponer y rehacer de fondo, y no condescender de forma, para volverlo a hacer un partido competitivo, un actor fundamental, desde las cámaras legislativas, los órganos de gobierno y los foros de debate, de la construcción del México del siglo XXI.

Quedarse en la complacencia que reduce lo ocurrido a un accidente de ocasión, sin causas ni responsables y no un llamado severo a de-sechar, refundar y reconstituir, sería el camino más corto para profundizar la caída y embarcarse en una espiral sin fondo.

La historia demuestra que no hay pisos artificiales y que todo lo que está mal puede empeorar: de ser un protagonista de la modernización del país y del cambio social, el PRI puede degenerar en un partido marginal, un partido testimonial.

No desestimemos el llamado del primero de julio: se toman medidas de fondo o se pierde lo que queda. Es la hora de las decisiones, y no cupulares, sino horizontales, debatidas y consensuadas. Es la hora de la militancia.

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